Por Patricia Rodríguez
San Fermín se lució en su onomástica. Se quitó el
manto y dijo: “Este dejármelo a mí”. Y así evitó una tragedia en el día grande
de Pamplona. En su día. A los 4’6” el último toro de Alcurrucén entraba en los corrales de la plaza después de haber entrado al capote del santo patrón a
escasos metros del callejón.
Primer encierro, primeros nervios y miedo, mucho
miedo, en 850 metros de un recorrido místico. Quizá el que olió el mansurrón
rezagado para pararse en un punto que, segundos antes, había registrado un ‘montón’
debido a la masificación que comporta la jornada dominical. Pero la maestría,
el pase divino, burló al pánico de los mozos que habían quedado a merced del
colorado nº 58.
La manada se fue compactando mientras sumaba metros
por la Cuesta de Santo Domingo y la plaza del ayuntamiento, para disgregarse en
Mercaderes, tramo en el que se descolgó uno de los ejemplares. Varios cabestros
arroparon al primer toro que enfiló Estafeta, al que siguieron sus hermanos,
literalmente envueltos a corta distancia por los corredores.
Más distancia recibió el que cerraba por su cuenta y
riesgo la torada, al que guiaron con sumo cuidado varios mozos en los últimos
metros. El animal rompió las estadísticas de la casa ganadera al ralentizar la
carrera con un trote ‘chochón’, pero no aquellas que mantenían limpio el parte
de heridos por asta de toro. Porque él no quiso, todo hay que decirlo. Su
resistencia a avanzar sobre los adoquines convirtió en eternos los segundos que
duró la escena.
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